El arte de describir no tiene límites. Escribir acerca de personas o cosas y acercarnos a los detalles que los caracterizan requiere tres cualidades importantes: la primera, el conocimiento pormenorizado de aquello que se quiere definir; la segunda, un uso preciso del lenguaje que aproxime sin recelos al potencial lector; la tercera, que lo descrito despierte un interés por el fondo y por la forma. Las tres cualidades adornan el estilo del autor de este libro de relatos, cuya capacidad para observar se complementa con una especial «gracia» para ponernos en bandeja un pasado, el suyo, que acierta a combinar con el del lector consiguiendo muy pronto involucrarle. Para ello, hace uso de la memoria, recurriendo a los sentidos cada vez que necesita explicar o explicarse lo que parece natural y no lo es tanto. Cierto que una visión estrictamente local de cualquier hecho podría conducir a un etnocentrismo poco recomendable y además poco práctico, porque nos daría una explicación demasiado estrecha y corta de lo que se quiere pintar en vez de remontarnos en el tiempo y ampliar el enfoque. El autor, por el contrario, halla la fórmula para universalizar sus recuerdos de un modo abierto, complementario, parcialmente imbricado, tal y como contemplaron nuestros mayores su entorno y su relación con él. Para quienes nos precedieron, la naturaleza era un sistema casi perfecto cuyo comportamiento cíclico ayudaba a comprender mejor las abundancias y las carencias.

Los meses tenían defectos y virtudes, las estaciones auges y decadencias como el propio individuo. Nada sobraba y todo ayudaba a comprender mejor la vida en un medio casi adánico.

La memoria visual y el lenguaje son los mejores medios con que cuenta Vicente Vázquez Sierra para expresarse sobre esa cultura común y revivida. Los mejores caminos para que circulen por ellos nuestra imaginación y nuestros recuerdos.